Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas). A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro, y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna. Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla. Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma, por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid, por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre? ¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de tus noches?
- HIJOS DE LA IRA, 1944 (Insomnio) - Dámaso Alonso.
Llueve. Hoy la lluvia golpea los cristales de la casa y yo la escribo mientras la escucho. Sólo escribiéndola me omito, y anulo con ello a esta lluvia que me viste, escribo a otro oído, hacia otro lado. Porque es un ejercicio conveniente cuando no me leo. Por eso cuelgo en los ángulos de este rascacielos palabras como péndulos que no requieren respuestas. Por eso busco que las palabras se sucedan lentas de mis manos a sus codos como agua fresca que cae en un sueño y que cura. Porque sólo así me afirmo y me sostengo, y porque de este modo la luz de mi lenguaje cae en otra vida y ello me cubre como la música leve que suena. Escribo este puñado de letras que forman palabras y fabrican confidencias a esta dama blanca añorada ya. Además, así escucho su sonido que regenera y que sube por mí como la enamorada del agua, mientras yo espero y espero a que mi lenguaje vuelva a configurarme. Y ahora que el vientro arrastra tantas nubes y la lluvia llueve sola, yo me oculto en esa nana. En días como los de hoy, el suelo de este Madrid seco descansa de las pisadas del mundo y su agua es alimento de aquellos millones de muertos que antaño homenajeó nuestro querido Dámaso. Y yo la miro y la paseo en silencio mientras puedo sentir bajo mis pies su desnudez. Abandonada y solitaria, pienso que es hora de empujarla desde la lengua… La lluvia le pertecece y regenera a esta ciudad llena de muertos. Hoy está lloviendo allá de donde vengo. Hoy he visto llover detrás de los cristales y las gotas de lluvia han estrujado mis muñecas forzándome palabras que caían como gotas de las yemas. Y lo escribo ahora desde el recuerdo de esta mañana plomiza, desde un país gris y húmedo lleno de colores muertos. Hoy ha llovido en esta calle. Y esa mujer de agua quiere tratos conmigo y yo negocio mi amor con ella porque me gusta su agua, que da salud aunque a veces mate. Mujer de agua inagotable de sonido suave. ¡Cómo se abren mis oídos los días de lluvia! Igual que cuando estoy situada frente al mar. Mis oídos entonces se vuelven tan prodigiosos que yo podría escribir lo que dicen las gotas de lluvia que hoy arañan los cristales de mis uñas y las olas del mar que siempre alisan la tierra nueva que hay bajo una mujer de arena. Siempre palabras de agua, palabras como campanas que golpean una contra otra levemente. Hoy aún llueve en esta calle. Y es como si el Mundo se hubiera sumido en una tristeza infinita pero hermosa. Sí, hoy me caso con la lluvia y con el mar, pero podría serles tan infiel con el sol de la mañana que calienta mis párpados bajos, que me quedo con la soledad concurrida de las palabras, las genéricas, me quedo vagabundeando por la tristeza en estos días extraños y plúmbeos, para recordarlos cuando salga ese sol que calienta mi cuerpo.
Qúe más decir de este Madrid que me destapa en lluvia y me delata en una inventada y amada casa y hacia un verano amorosamente acompañado. Un Madrid que hoy me avecina con un cielo gris mercurio y muchas lluvias. Madrid en lluvia es como una hiedra hambrienta que parece dormir pero está despierta y que asciende sibilina por mis tobillos hasta alcanzar las ingles, aquellas descansadas y confiadas, las nuevas asaltadas. Y de ahí prosigue su viaje hacia mi escueto cuello, siempre limpio de hojas secas para alimentarla con su agua. Madrid en lluvia me regala un dolor quieto por nada y ese miedo de siempre a quedarme lejos… En días como hoy, si la poca sensatez que hay en mí me abandonara, no dudaría en destapar mis ojos hacia ella, hacia arriba, y encaramarla sin paraguas que protejan. Uno siente tanta libertad cuando la lluvia le viste... que debería estar prohibido cobijar los cuerpos. En días como hoy tengo la certeza de que venimos del agua.
3 comentarios:
¡Qué bello, Nuria! Aquí también está lloviendo, con algún que otro sobresalto, pero sin enojo.
Me quedo con esa última certeza de que venimos del agua. Yo me dejé empapar por esa misma lluvia en el campo.
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