miércoles, 25 de julio de 2007

Elegía para John Donne de Joseph Brodsky

John Donne se ha dormido, y todo duerme a su lado.
Se han dormido las paredes, el piso, la cama, los cuadros;
se han dormido los tapices, los candados, la mesa, el gancho,
el guardarropa, la alacena, los cortinajes, la bujía.
Duerme todo. La botella, el vaso, las jofainas,
el pan, el cuchillo de pan, las porcelanas, los cristales, la loza,
el candil de la noche, la lencería, las cómodas, los frascos y relojes,
los escalones, las puertas. En todas partes, la noche.
La noche por doquier: en los rincones, en los ojos, en la ropa blanca,
entre los papeles, en el escritorio, en el habla viva,
en sus palabras, en la leña, en las tenazas, en las cenizas
de la chimenea apagada, en cada objeto.
En la levita, los zapatos, las medias; en las sombras
tras el espejo, en la alcoba, en el respaldo del sillón,
de nuevo en la jofaina, en los crucifijos, en las sábanas,
en la escoba a la entrada, en las pantuflas. Todo se ha dormido.
Se ha dormido todo. La ventana. La nieve a través de ella.
La pendiente blanca del tejado vecino. Parece un mantel
su cima. Y todo el barrio se ha sumido en el sueño,
tajado a muerte por el marco de la ventana.
Duermen los arcos, los muros, las ventanas: todo.
Canto rodado, adoquines, rejas, jardines.
No se enciende una sola luz, ni rechina una rueda...
Las verjas, los ornamentos, las cadenas, los postes.
Duermen las puertas, bisagras, picaportes, garfios,
los canceles, los cerrojos con sus llaves, los pasadores.
En ninguna parte se oye susurro, ruido ni golpe.
Sólo la nieve rechina. Duerme todo. Aún falta para que amanezca.
Las cárceles se han dormido, los castillos. Duermen
las balanzas en la pescadería. Duermen los cerdos abiertos en canal.
Las casas, los traspatios. Duermen los perros guardianes.
En los sótanos duermen los gatos, con orejas paradas.
Duermen los ratones y la gente. Londres profundamente duerme.
Duerme el velero en el puerto. El agua con nieve, dormida
cruje bajo su fondo, y a lo lejos se funde con el dormido cielo.
John Donne se ha dormido. Y junto con él, el mar.
La costa caliza se ha dormido sobre el agua.
Toda la Isla duerme en los brazos de un mismo sueño.
Cada jardín está afianzado con triple cerradura.
Duermen los arces, pinos, olmos, cedros, abetos.
Duermen las laderas, los arroyos en las cuestas, las sendas.
Duermen los zorros, el lobo. También se ha echado el oso.
La nieve obstruye las entradas a sus guaridas.
También se duermen los pájaros, su canto no se oye.
No se oye el grito de la corneja, es noche, no se oye
la carcajada de la lechuza. La región inglesa está en silencio.
Brilla una estrella. Un ratón avanza con paso cauteloso.
Se ha dormido todo. Todos los muertos yacen
en sus ataúdes. Duermen tranquilos. En sus lechos
duermen los vivos, hundidos en camisones.
Duermen solos. Profundamente. O entre los brazos.
Todo se ha dormido. Duermen los ríos, montes, bosques.
Duermen las bestias, las aves, el mundo vivo y no vivo.
Sólo la blanca nieve vuela desde los cielos nocturnos.
Pero también ahí duermen, por encima de todos.
Duermen los ángeles. Los santos se han olvidado,
dormidos, del mundo azaroso, para su santa vergüenza.
La Gehena duerme, dueme el bello Paraíso.
A esta hora nadie sale de su casa.
El Señor se ha dormido. La tierra quedó enajenada.
No ven los ojos, el oído ya no oye.
También duerme el demonio. Y se durmió a su lado
la discordia, en la nieve de la campiña inglesa.
Duermen los jinetes. Duerme el arcángel con su trompeta.
Duermen los caballos, meciéndose suavemente en los sueños.
Y todos los querubines, en una misma masa, abrazados,
duermen bajo la cúpula de San Pablo.
John Donne se ha dormido. Se han dormido, duermen los versos.
Todas las rimas, las imágenes. No se puede distinguir
las buenas de las fallidas. El vicio, la angustia, los pecados,
callados por igual, reposan en sus sílabas.
Y cada verso es hermano a otro verso: aunque en sueños
musiten uno al otro: hazte un poco a un lado.
Pero las puertas del Paraíso quedan tan lejos a
cualquiera de ellos,
cada uno es tan pobre, denso y puro, que en todos hay unidad.
Duermen todas las líneas. Duerme la rigurosa bóveda de los yambos.
Los troqueos duermen todos como guardianes, a la izquierda, a la derecha.
En ellos reposa la imagen de las aguas del Leteo.
Y detrás de ella duerme profundamente la gloria.
Duermen todas las desgracias. También los sufrimientos se han dormido.
Los vicios duermen. El bien se ha abrazado al mal.
Los vicios duemen. La blancuzca nevada
busca en el espacio alguna mancha negra.
Todo se ha dormido. Duermen profundamente las filas de los libros.
Bajo el hielo del olvido duermen los ríos de palabras.
Duermen todos los discursos, con todas sus verdades.
Duermen sus cadenas. Los eslabones suenan levemente.
Todos duermen profundamente: los santos, Dios, el diablo.
Sus pérfidos sirvientes. Sus hijos. Sus amigos.
La nieve sola susurra por los oscuros caminos.
Y ya no hay sonidos en el mundo entero.

Joseph Brodsky nació en San Petersburgo en 1940. Después de años de persecución y confinamiento en un campo de trabajos forzados, fue expulsado de su país en 1972. Se estableció en Estados Unidos, donde dio clases y conferencias. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1987 y falleció, el 28 de enero de 1996, en la ciudad de Nueva York. Entre sus libros se destacan: "La canción del péndulo", "Menos que uno", "Parte de la oración y otros poemas" y "La marca del agua".

* Tomado de "Poemas", Córdoba, 1996. Prólogo y Traducción de Tatiana Bubnova.

domingo, 22 de julio de 2007

En el Lola Bar

Ayer fui con S. a la presentación de una nueva edición de la Antología de Poesía Hispanoamericana. En la próxima edición incluirán algunos poemas míos junto a otros cuantos autores. Esto de las presentaciones, lecturas y demás actos literarios me produce una extraña e inesperada pereza, de hecho no me muevo mucho en esos ambientes. Tendré que mejorar esa actitud ya que curiosamente ayer fue un peculiar acierto. Peculiar porque finalmente conseguí arrastrar mi cansada piel hasta el Lola Bar (un local precioso por cierto) y conmigo a S., algo menos perezosa que yo, y acierto por un pequeño e inesperado descubrimiento que hice. A mitad del acto, S. y yo nos miramos y dijimos, tendríamos que animarnos más a venir a estos encuentros, es tan agradable… En fin, que escuché muchas voces nuevas y muy jóvenes, ay, qué mayor soy… me escuché a mí misma hace millones de años, cuando me sentaba nerviosa en alguna presentación, ante un escritor afamado que elogiaba mis versos, temerosa al principio pero muy segura a medida que mi voz iba saliendo al tiempo que liberaba el aire de mis pulmones, y entonces, el gusto y el placer me animaba a seguir leyendo y hablando y hablando y leyendo. Pero ayer, sobre todo, resaltaba una voz entre todas las demás, es como si en un escrito mis ojos viajaran por incercia hacia la mayúscula, que tanto emergen, algo así. Era la voz del joven Óscar Aguado, no sé de dónde ha salido, si lleva o no mucho escribiendo, sé que es muy joven pero acertado en sus versos "mayúsculos". Quiero transcribir aquí un poema que he encontrado, me encantaría escribir el que leyó ayer, pero no consigo encontrarlo, en fin, que me voy a bucear a ver si lo encuentro.


PECADOS Y NEGOCIOS
Todos hemos robado alguna vez
en la casa del diablo
la impostura o el talento
pan o joyas de la reina
unos locura otros televisión
algunos hemos sacado de un baúl
un saco de patatas
y un paquete de cigarrillos
otros hemos husmeado por cajones
de armarios gigantes
y nos hemos topado
con la vulgaridad
sometiéndonos a todos
repito
todos hemos robado alguna vez
en la casa del diablo
unas veces con la casa deshabitada
y otras con el mismísimo dios
compartiendo con el demonio
su lecho de agua y fuego.

* Óscar Aguado. El Arco Iris de un anticuario. Ed. Amargord. 2006

domingo, 8 de julio de 2007

Un verano en Mallorca

Hace una semana que S., una maleta sin candados y yo nos fuimos a respirar vientos más fáciles que no dañan en un anticiclónico país de Mallorca. Y respiramos vientos que levantaban bostezos en nuestras nucas, llevándose las ideas raras, las preguntas... Era un viento que levantaba la sangre, que se alzaba a la altura de nuestras cinturas y rompía las piedras. el viento allí levanta la sangre. Aparta el humo de los ojos. Era un viento redondo que removía el laboreo del Mundo, rompiendo cadenas de silencio, sin nubes, siempre sin nubes, ni venenos. Un viento que cerraba la Tierra y su pulso. Ay, qué bien poderse quedarse allí... aunque sólo fuera un verano, un verano en Mallorca que cambiara la concepción de las estaciones de George Sand, y pasar ese tiempo justo para que su viento susurrara en nuestros huesos.
Y trajimos también trozos de mar, un fondo de agua que sería perfecta base pictórica en el inicio de un lienzo. Trajimos de fuera un adentro en el que pusimos a prueba nuestros pulmones dormidos. Trajimos ese golpe de viento en los ojos y una arenilla fina que aún pervive entre nuestras ropas ligeras. Un trozo de calor mojado que atravesó el vello de una pieles quemadas que caerán para renovarse. Allí los días transcurren traquilos y se alargan como se alargan las rocas de sus paisajes en el horizonte de nuestros ojos. Y qué bien, qué bien que detrás de cada paisaje fotografiado estuviera ella, sin relojes y con la única responsibilidad de vivir y con su sonrisa siempre lanzada hacia adelante, qué maravilloso bienestar difuso.
Yo creo que cuando viajamos nos quebramos, gratamente, nos descorchamos... y entonces es cuando realmente creemos que nuestra casa es nuestro cuerpo que parece una mujer, que no necesitamos más paredes y que adentro lo tenemos todo.
Ahora, ya en Madrid, simplemente, mi cerebro, va volviendo.