lunes, 5 de enero de 2009

El rascacielos de la boca

Quiero explicar el por qué de la palabra Rascacielos. Creo que nunca lo hice y descubro perpleja que da lugar a error, bueno no a error, más bien a nuevas posibilidades. Y aunque me parece curioso, ocurre que considero justo explicar el por qué de esa palabra para ampliar aún más las posibilidades en aquellas personas que me descubren sus propias posibilidades. En un principio pensé que la cita que encabeza este espacio "LA CARNE DEL CIELO DE MI BOCA, CONTIGO, ENVEJECE MUY BIEN CONMIGO" dejaba claro mi intención pero hoy me extiendo aún mucho más.

Evidentemente me han repetido muchas veces si tiene algo que ver con Nueva York, o con la ambición de subir en ascensor al cielo, en fin, mil cosas más.
Me han dicho si coincidió con la construcción de los rascacielos de Madrid, y de nuevo, muchas más posibilidades aún. Trabajo en un gran edificio, se diría que antaño fue hasta coloso, hoy es anciano como las aceras de las calles pero el que tuvo retuvo. El otro día me encontré en la máquina de café con un compañero del trabajo con el que coincido poco -somos muchos y diversos- y sólo charlo si me tropiezo de camino a la máquina. Hablamos de mi Rascacielos, de su insistencia por visitar su espacio -lo haré, lo hago- y de mi nombre, Rascacielos. Me dijo casi con seguridad que si este Rascacielos era el edificio que se alzaba sobre nuestras cabezas en ese preciso instante. Yo miré hacia arriba y vi el edificio al que me voy cada día a trabajar. Me sonreí. Y tras masticar su casi afirmación me llevé las manos a la cabeza ante el error. Pues nada tiene de edificio esta otra palabra con la que concibo este espacio, aunque eso sí, tiene mucho de edificación. Rascacielos es aquella edificación de arruga que es testigo mudo de nuestros sinsabores en la vida pero también del lado más dulce de la vida. Es nuestra bóveda interna. Nuestros paladares. Aquellos que nos dan el gusto.

El rasca-cielos son las lenguas que rascan cielos. Los cielos de nuestras bocas. Nuestros paladares. Nuestras bóvedas celestes particulares. Y la palabra es un rotundo homenaje a S. que trabaja con sus manos pasteles y moldea masas para rascar los cielos de nuestras bocas. Aprendí a amar el paladar cuando conocí a S., amante de su trabajo hasta la exageración que explica con una didáctica que parece innata todos los pasos que existen en la vida que hay en los ingredientes hasta llegar a perfilar un pastel que saborearán otros en sus paladares y con los que rascarán dulcemente sus cielos. El intenso olor a dulce impregnado en una piel. Sí, este es mi homenaje a S. en un día como hoy, donde vuelan los pasteles y los roscones en sus manos diestras de experiencia, que no cansada del trabajo, llega a casa y me relata con sus manos lo que hicieron de su jornada sobre un banco. Mi creadora particular. Y la escucho y luego le hablo de cómo van mis vacas. De lo que hacen mis manos con ellas en esa otra tabla de carnicero. Mis poemas últimos con sabor a vaca. Y en esas andamos a diario. Entre pasteles y poemas. Y todo eso tenemos siempre entre manos.

Y busco en Google paladar para subir una imagen y dejar claro -aunque toda posibilidad es válida- que este rascacielos es de la boca y nada urbano, y me topo con Oriol Balaguer, un dios para mi S. La vida y sus símbolos. La subo, claro. Junto a una de sus creaciones, claro.

2 comentarios:

Víktor Gómez Valentinos dijo...

Suma delicia, pasear ahora por tu blog y leer y saborear una nube, un licuo azul, casi el aroma que cristaliza en la humedad de los contactos. Un ángel quizá, un súbito rayito que se desliza, casi lo milagro. Esa es también la feliz ineficacia de la poesía.

Bendita hora.


Tu Viktor.

tournesols dijo...

Nuria, he apagado la luz durante un tiempo. Te aviso a la vuelta, bonita*