sábado, 24 de enero de 2009

Asesinato en la oscuridad

¿Desde qué paraíso o raro sueño desciendes hasta mí para mirarme? Un pájaro que canta hay en tus ojos... “Tenía los ojos asustados de un pájaro salvaje.” Ésta es la clase de frase que me vuelve loca. Me encantaría escribir semejantes frases sin avergonzarme. Me gustaría leerlas sin avergonzarme. Si pudiera hacer estas dos sencillas cosas, creo que pasaría el tiempo que se me ha asignado en esta tierra como una perla envuelta en terciopelo. “Tenía los ojos asustados de un pájaro salvaje.” Ah, pero ¿Cuál de ellos? ¿Una lechuza blanca, tal vez, o un cuclillo? Da igual. Ya no necesitamos a los literalistas de la imaginación, son incapaces de leer “un cuerpo de gacela” sin pensar en parásitos intestinales, parques zoológicos y olores.
“Tenía una mirada fiera semejante a la de un animal indómito”, leí. Dejé a regañadientes el libro, con el pulgar todavía apoyado en aquel emocionante momento. Él está a punto de estrecharla en sus brazos, de comprimir su cálida, devoradora, dura y exigente boca contra la suya mientras los pechos de ella afloran por encima de la parte superior de su vestido, pero no consigo concentrarme. La metáfora me maneja a su antojo, me conduce al laberinto y, de repente, el Edén se extiende ante mí. Puercos espinos, comadrejas, jabalíes verrugosos y mofetas, con sus fieras miradas maliciosas o duras o imperturbables o porcinas y taimadas. Que angustia ver el romántico frisson estremecerse justo fuera de mi alcance, una mariposa de negras alas pegada a un melocotón demasiado maduro, y no poder tragar o revolcarme. “¿Cuál de ellos?”, pregunto en un susurro al aire que no me responde. “¿Cuál de ellos?”

MARGARET ATWOOD

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