
“Tenía una mirada fiera semejante a la de un animal indómito”, leí. Dejé a regañadientes el libro, con el pulgar todavía apoyado en aquel emocionante momento. Él está a punto de estrecharla en sus brazos, de comprimir su cálida, devoradora, dura y exigente boca contra la suya mientras los pechos de ella afloran por encima de la parte superior de su vestido, pero no consigo concentrarme. La metáfora me maneja a su antojo, me conduce al laberinto y, de repente, el Edén se extiende ante mí. Puercos espinos, comadrejas, jabalíes verrugosos y mofetas, con sus fieras miradas maliciosas o duras o imperturbables o porcinas y taimadas. Que angustia ver el romántico frisson estremecerse justo fuera de mi alcance, una mariposa de negras alas pegada a un melocotón demasiado maduro, y no poder tragar o revolcarme. “¿Cuál de ellos?”, pregunto en un susurro al aire que no me responde. “¿Cuál de ellos?”
MARGARET ATWOOD
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