lunes, 23 de marzo de 2009

El ecuador

He vuelto. Tras una semana de asueto mis manos van volviendo. Mis manos más silenciosas a cambio del lenguaje de mis pies que me han traído y me han llevado. Una semana acompañada de los pies de S. y cruzando desde el centro de España hacia la meseta y de ahí al este. Valencia. Las Fallas. Volvimos el sábado para no incluir el coche entre esas estadísticas de tráfico que salían en los telediarios del domingo. Volvimos el sábado pero el domingo quisimos alargar los días tirando nuestros cuerpos a un Retiro verde brillante. Días antes a estos viajes merecidos, algunas visitas con S. a urgencias, de momento sin importancia. Y también una visita mía por una fuerte crisis nerviosa donde mis manos-desmanos quisieron arrancar mi nuca de su sitio y ante la dureza con la que estaba plantada acabaron tan sólo astillando de huesos mi cuerpo. Y digo fuerte porque aún hoy siento que aquellos huesos que se estiraron de tensión siguen sin tener espacio dentro de mi acortado cuerpo. ¡Cómo preocupé a mi S.!

Un rápido recorrido: la sierra de Madrid donde fuimos a ver a mi hermana, el románico de Palencia, que visitamos S. y yo desde Valladolid y en compañía de mi madre. Las fallas de Valencia en otra escapada, la experiencia aquella misma tarde fallera de ver abierta como un pecado una de las puertas de la plaza de toros, y mover mis pasos hacia una sala blanca pero salpicada de sangre donde mis ojos curiosos y lujuriosos veían cómo una pandilla de matarifes separaban literalmente la cabeza del toro de la tarde de su ensangrentado cuerpo. Tengo que contarlo porque la curiosidad mató al gato que había en mí y me destrozó el alma, aunque otros músculos movieran mis pies hacia allí. La sangre descenciendo impúdica por aquel pasillo sin alma. El manto de la virgen que también arrancó lágrimas de mis siempre ateos ojos. La multitud reunida por un mismo asunto. Los sobrinos de S. que adoro cada minuto más. Su reciprocidad.

Los buñuelos que S. hizo en casa de su madre y que no tardamos en probar. Las paellas gigantes de su cuñado.


La luz de Valencia. La luz de la calle Sueca, donde cenamos. La luz de aquella otra calle muerta. Aquella muerte de toro, de nuevo. El poso de preocupación que quedó en mí ante aquella inercia mía curiosa y obscena. Un cuarteto de cuerda tocando cuadernos musicales que insistía para hacerme olvidar aquella muerte roja. La voz de S. queriendo arrancarme de aquella escena de muerte. El fuego. El olor a pólvora mojada, como diría S.


La materialización de un encuentro. La reunión con Laura Giordani y también con Arturo Borra. La ausencia de Víktor Gómez, aunque en cierto sentido presente. Largas conversaciones de pastelería y poesía. Mi voz leyendo poemas. La voz de S. hablando amorosamente de su oficio. Nuestros anfitriones regalándonos el sonido argentino desde sus gargantas. Las buenas noticias. Ay cuánta gastronomía aquella noche en la casa. Cuánta música de Satie y cuánta poesía. Trueques de libros. Y luego, cuánta música de S. sonando en el coche cuando conducía ella. Cuánta música mía cuando conducía yo.

La llegada.
Nuestro amanecer en el Retiro.

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