Mi familia es toda del norte. De mi padre nos llegó la sangre vasca y de mi madre la navarra. La vida nos desembocó en la fría ciudad de Valladolid hasta que yo, casi por esa acción de rebote acabé en Madrid. Cuando yo era muy muy pequeña, aunque lo suficientemente formada para recordarlo, mis hermanas y yo fuimos con mi madre y mi abuela a ver el santuario de Nuestra Señora de Codés. Para quienes conozcan la zona de la ribera de Navarra reconocerá este paraje. Lindando con La Rioja al sur de la Peña de Yoar está este pintoresco aunque intenso rincón de Navarra a mis ojos de niña. Y digo intenso porque no recuerdo haber visto esa virgen gótica de 85 cm de altura. No recuerdo haber visto al niño llevando en su mano izquierda el globo terráqueo del Mundo. No recuerdo la manzana que portaba la virgen. Sólo recuerdo la lluvia. Intensa. Intensa hasta hacer llorar a un niño. En aquella joven edad, mis ojos se quedaron con otra imagen. Conducía mi madre, mi abuela iba justo al lado y nosotras tres, pequeñas, atrás, trasteando seguro. De repende, en la ascensión a la ermita el mundo se oscureció de pronto. Una lluvia blanca y metalizada como cuchillos se clavaba en el otro metalizado del coche. Caía tan rápida que el limpiaparabrisas no ayudaba en absoluto y por más que frotara mis ojos de lágrimas no conseguía ver nada. Un ruido ensordecedor entraba en mis oídos. A pesar de estar dentro del coche el sonido atravesaba mi alma. Estaría atardeciendo y sería más otoño que verano. La oscuridad se echó encima pero unos diabólicos rayos iluminaban siniestramente el interior del coche haciéndonos ver que era de día allá afuera. Recuerdo que mi madre y mi abuela estaban tranquilas. Eran navarras y mujeres fuertes, matriarcales llevaban todo el peso del mundo sobre sus hombros. Nada las asustaba. Mis hermanas seguían trasteando pero a medida que subíamos por aquella recordada carretera empìnada las risas, las mías, se iban convirtiendo en llanto. El llanto en gritos y los gritos en un lloro convulsivo difícil de apaciguar. El interior del coche se había convertido en un caos gracias a mí. Pero yo sólo recuerdo los rayos. Los rayos no cesaban, una tormenta eléctrica encendía en mi pequeño cuerpo el piloto de peligro... Eché a llorar casi histéricamente, rogando a mi madre volver, volver volver a casa. Mi pequeño cuerpo húmedo de lágrima quería saltar adelante junto a mis mayores para convencerles de volver. Volver a casa y no regresar jamás por esa carretera. Mis jóvenes ojos creyeron que el mundo se estaba acabando justo allí, y mi familia no se estaba percatando. Por supuesto, esos mismos mayores no hicieron caso en un principio de mi pataleta bien argumentada. Pero todo acrecentó mi histeria. La negación de volver, la repetición de una voz amable tranquilizando mi ira pero con ese mismo rumbo. Los truenos me dejaban sorda y yo gritaba más para que mi grito destacara de esa negrura exterior. Mi abuela forte como un roble me decía que no pasaba nada, que sólo era una tormenta. Yo no razonaba, me revolvía allí atrás, junto a unas hermanas asombradas de mi asombro. La situación era tan insostenible que finalmente acabamos volviendo. Mi madre se apadió de mi inconsolable estado y volvimos. Tardé tanto, tanto en calmarme. Nunca más quise volver allí. Jamás volví a transitar aquella carretera que hoy sigo recordando negra como la muerte más desgarradora. Incluso cuando mucho más tarde íbamos al pueblo de mi abuela, al ver el cruce a la Ermita de Codés, un escalofrío recorría mi cuerpo, como un mal recuerdo. No ha habido vez que haya pasado por ese cruce fatal y lo hayamos comentado en el coche. Es cierto que lo hemos hecho con la relatividad de los años pero interiormente yo podía sentir cómo ese escalofrío traspasaba mi cuerpo.
Hoy tengo 39 años y detesto con todas mis fuerzas todos los rayos. Me dan pánico.
Este fin de semana fuimos a Valencia. De norte a sur. A 50 km de nuestro destino una tormenta eléctrica cayó sobre el coche de S. que yo conducía. Es curioso, miro mi pasado en Codés y aún no me explico cómo puedo amar conducir de noche y con lluvia. Lluvia controlada. S. detesta conducir de noche y si llueve todo su cuerpo se tensa y acaba tan agotada que sólo le queda descansar. Por eso cojo yo el coche cuando estas inclemencias golpean el mundo de afuera. Pero el otro día me metí en una tormenta llena de agua. Agua que se volvió tan virulenta que en un momento mi pasado volvió. Le gané la batalla para paliar la preocupación de S. pero el agua siguió y siguió cayendo hasta dejar la carretera casi como un gran lago turbio donde nada ves por más que abras los ojos. Volví a ganarle la batalla al miedo. Pero llegaron los rayos. Y la noche se hizo día. El primero cayó justo frente a nosotras, mi inercia hizo que frenara. S. me dijo que no hiciera eso por nada del mundo, que los de atrás no me iban a ver y chocarían. No volví a hacerlo. Cambié el lenguaje de la inercia de mi cuerpo y cada vez que un rayo partía en dos el mundo yo cerraba los ojos. Con manos mágicas seguía perfectamente el rumbo de una carretera sin rayas pero donde no podía dejar de cerrar los ojos, de mirar hacia abajo buscando dibujos en mi vaquero hasta que el mundo se recompusiera y cosieran el agujero que había dejado ese rayo que fulminaba.
Llegamos al pueblo de S. y salimos a la puerta de la calle para ver cómo los rayos nos recordaban nuestro pequeño tamaño. Determiné que los valencianos están acostumbrados al fuego. Sus oídos están acostumbrados a ver el cielo iluminado y al ruido ensordecedor de los truenos que tanto les recuerda a los castillos (nuestros fuegos artificiales de la infancia). Así que así pasamos nuestra primera noche, ellos observando el nivel del agua, provisionando sus casas. Estudiando dónde estaba la tormenta que comunicaba con la original. Escuchando dónde se iniciaba el trueno y quién contestaba con el mismo rugido. Hacia dónde se movía la tormenta por la luz del cielo, mientras yo, echaba mi cuerpo hacia atrás cuando la noche amanécía llena de luz llena de una extraña mezcla de miedo y emoción. Sí, nuestra primera noche achicamos agua en los caminos. Nos vestimos S. y yo con botas de agua pequeñas para mi pie y chubasqueros gigantes y salimos al mundo a desatrancar de hojas muertas las alcantarillas. Recuerdo que yo miraba mis pies con las botas y estaba como una niña pequeña diciendo, ¿¿¿pero cómo es posible que en la acera de la calle me esté llegando el agua hasta más arriba del tobillo???
Cuando ocurre esto, S. me cuenta ante mi asombro la pantanada de Tous, donde unas intensísimas lluvias en un octubre de 1982 destruyeron la presa de Tous haciendo mar de ese trozo de mundo. Me enseña libros con imágenes terribles y aún hoy no puedo entender cómo un ser como yo, con ese "nimio" recuerdo de Codés podría sobrevivir a una experiencia así.
Hoy llueve torrencialmente
*fotografía de internet
8 comentarios:
Es tu viaje hacia el sur por la geografía, el otro viaje es más difícil de definir.
La naturaleza es ni más ni menos que esa fuerza que todo lo conmueve y el pánico su contrapunto.
Un beso.
Hola Nuria, que sensación de infancia nos sobrecoge cada vez que llueve. Me imagino que así se sentirian las hormigas cuando yo de niño con un cubo les inundaba de agua el hormiguero,me debian mirar como a un dios enorme y terrible, con una mala leche increible, y se sentirian enormemente pequeñas.
Las tormentas nos hacen ser reales, y me imagino que el niño de Codes con el globo terrestre en su mano quiere indicarnos lo pequñitos que somos. Por eso tenemos que unirnos mucho, y juntos parecer algo más grande de lo que en realidad somos.
Hicimos aguas... vaya que sí. Pobre gente la de Sollana. Algunos tardaran tiempo en recuperar su vida normal.
"Las tormentas nos hacen ser reales" déjame que me quede con el run run de está frase. Es casí un poema, salvo por el casi. Noches aliviará el silencio ese "Las tormentas nos..."
Buenas noches, compa.
Víktor
Nuria,
Leo con curiosidad tu post y me alegra que hayas venido por Valencia, yo sin embargo marché a Barcelona.
Desgraciadamente las aguas nos traen a veces estas cosas, en mi caso, parada de tren por corte de fluido eléctrico a escasos kilómetros de Valencia.
Lo peor la gente que lo pierde todo o muere sin pretenderlo, ajena a un fenómeno natural que es tan necesario como voraz.
Otra vez que vengas a Valencia, no dejes de avisarme, de acuerdo?
Un abrazo,
Estel J.
La lluvia puede ser tan hermosa como devastadora, los recuerdos también...
un recuerdo puede ser una tormenta incesante...
Después de leer las peripecias de tu viaje en coche me alegra todavía más que hayas regresado sana y salva.
Sí, estoy de acuerdo con todos vosotros: las tormenas nos devuelven la medida de nuestra propia fragilidad.
Está claro. La naturaleza nos sitúa en su sitio cada vez que la obviamos
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