Los sobrinos de S. están en casa. Llegaron ayer junto a sus padres a pasar unos días. Es maravilloso vivir en un espacio relativamente pequeño donde la más pequeña, S. siempre está emergiendo en el paisaje. Nos trajo un regalo que ya está visible al mundo. Hizo dos retratos, uno de su tía S. y otro mío. Están ya suspendidos eternamente en la verticalidad que hay en un frigorífico, otorgándole más eternidad, si cabe. Para una niña de 5 años son dos dibujos fantásticos. Todo un mundo de imaginación lleno de detalles que no se le escapan ni se pierden en su memoria casi recién iniciada pero firme como el roble. Maravillosos. Maravilloso el equilibrio en el que buceo tras estos días extraños, días que finiquitan un agosto y un verano quizá más negro que otros. Pienso que es la piel y la carne lo que equilibra. El roce y el cariño. Y a mí, esta niña me equilibra. Sus abrazos, que se pegan tanto a mi cuerpo que no dejan que entre el aire, equilibra los muertos del siempre presente y fatídico accidente. Equilibra el peso de mis abrazos. Los sentimientos menos buenos que cruzan mi mente sin permiso de nadie. Equilibra la parte más gris de mis ideas. Las lava sin ella saberlo convirtiendo lo que hay de gris-tristeza-miedo en mí en puro blanco-algarabía-arrojo. Equilibra por ejemplo mi vuelta a esta ya oficina de siempre, más amplia después de las obras tan temidas y que tanto le mueven a una. Equilibra igualmente esas otras obra que acaban de comenzar en nuestra casa, en ese realojo justo al lado, otra casa comunicada con la antigua siguiendo la línea de un jardín frondoso y lleno de vida gatuna. Los niños adoran a los animales. Juegan y se casan con la misma naturaleza. Les encanta el verde como a mí. Se mueven en la tierra y el campo más salvaje con una destreza inimaginable. Sus infatigables piernas les permiten correr por el mundo deteniéndose en las flores del camino. Todo lo huelen. Todo lo tocan. La naturaleza, aquello tan antiguo ya y casi olvidado por otros niños, ellos lo amortizan como si fuera a desaparecer en el próximo parpadeo. Amo su naturalidad, son intrínsecamente salvajes. Como la vida. Y doy gracias al cielo azul y a la tierra verde de los campos de que aún existan en este gran espacio niños tan llenos de colores.
Y la pequeña S. Adoro pegarme a su cuerpecito mientras ella, con unas piernas de una niña de 5 años pero firmes como una roca te trepa y te rodea convirtiéndose en una lapita de esas de mar que no hay quien la separe de su roca elegida.
Su hermano O. es algo más mayor, por lo que la responsabilidad comienza a apoyarse en sus jóvenes y fornidos hombros, pero llevan aún la ingenuidad en las retinas. Ambos son de carne. De piel. Si no tocan se desdibujan. Tocan con los dedos que hay debajo de los dedos, por lo que pueden sentir con facilidad la electricidad de las cosas y las personas. Entre ellos también se adoran y son sanos y tan naturales como la naturaleza en una manzana fresca recién mordida. Y además son tan guapos que a veces parece pecado mirarles de seguido.
1 comentario:
Bonita crónica de la vida familiar. Un saludo afectuoso par las dos
Publicar un comentario