Ayer estuvimos en la presentación del libro Los círculos concéntricos del para mí casi desconocido pero desde ahora más que perseguido Alejandro Céspedes. Nos invitó E. y una vez allí encontramos rostros amigos. Fue magnífica la lectura dramatizada en voces del propio Alejandro y de la actriz Cinta. Desde el primer relato me dejé agarrar. Me sólté a aquel precipicio de palabras. Me dejé vencer, sin más, dejándome caer a las manos de ambos. Poco a poco, no mucho más tarde, fui viviendo de cerca, intensa, fotograma a fotograma la trágica y espeluznante historia que vivió-ideó-retrató-relató la mano del autor de aquellos círculos concéntricos. Estos "fotogramas" que transcribo aquí fueron los que personalmente viví con más intesidad. Aunque ahora que recuerdo, no hubo ni un sólo momento en que se relajara mi piel que se hundía en cada palabra, en cada relato leído... en cada círculo, en cada espiral, en cada nombre, en cada Aurelia, en cada Aurora. Enhorabuena a ambos. Espero volver a hablar de ellos. De todos ellos.
De cómo se concibió el libro inicialmente:
El personaje femenino, su voz, se me impuso desde el primer verso. A pesar de que intenté cambiarlo una y otra vez y ensayé otras voces, incluso múltiples, ninguna pudo superar las reticencias de la inicial Aurora. Fue escrita en una primera persona femenina, pero también con una masculina. Fue más tarde escrito en tercera persona y posteriormente combinando en poemas pares e impares la voz inicial femenina y otra voz, narradora, objetiva, expresada en tercera persona. Pero Aurora
seguía imponiendo su mandato, su personalidad, su terquedad. El personaje real fue tan tozudo que cinco veces se negó a morir. Sólo a la sexta, la muerte, que ya la había llevado hasta límites miserables sin conseguir doblegarla, pudo derribarla.
DE Los círculos Concéntricos:
TRASPASAR la frontera era muy fácil. Quién dice a la caricia
cuál es el territorio prohibido. Cómo saber que a partir
de una célula inexacta comienza la maraña del deseo a enredarse,
a escurrirse, a empantanarse. Qué señales le informan
que su imperio termina y que esa nueva tierra donde están cabalgando
sus diez dedos todavía no puede ser pisada.
Qué puntos de la piel van indicando dónde están los linderos
del camino por el que transitar es aún posible sin tener que
esconder las emociones. Cómo puede saber la blanda esponja,
los redondos planetas de la espuma, que en un instante el radio
de sus órbitas empieza a gravitar sobre el peligro.
Qué espasmo del cerebro modifica la intención de la esponja,
del labio, de los dedos. Qué neurona oscurece y afila la mirada
del hombre ante un asombro que unos segundos antes sólo
era un trozo de piel sucia entre sus manos.
¿En qué espectro se encarna la ternura?
•
SUPE a los doce años que aquel coche tan grande era un
Seat —y con dos apellidos que son Mil Cuatrocientos.
Verde, como el agua estancada. Y fuimos a estrenarlo.
Hasta esa edad recuerdo pocas cosas pues la memoria era un
territorio inexplorado, oculto, sólo útil para que en él pastasen
mis secretos.
Eran mis doce años.
Me enseñó cómo huelen los coches cuando nacen.
—Hay que estar muy atenta porque este instante es único y no
se olvida nunca.
Este olor primigenio sólo escapa el día que su dueño abre sus
puertas por primera vez. Sólo una vez. Y sólo al primer dueño.
Y era cierto. Nunca más lo olvidé. Porque un poco más tarde
y también para siempre habría de recordar el clic metálico que
hace que se desmayen los respaldos. La frialdad del plástico de
las tapicerías pegadas a mi espalda. El olor del tabaco en mi
saliva. El apretón caliente de unos brazos. El peso de otro cuerpo.
La liviandad del mío. Supe el tacto del semen, como la goma
arábiga, y su olor, a lejía.
En casa me esperaba otro regalo. La postura correcta para usar
el bidé. Me enseñó a hacerlo y me quedó la impronta de aquel
agua caliente corriendo por el cauce de mis muslos al tiempo
que mis ojos se perdían en un paisaje azul de baldosines.
Allí, quieta, escuchando el revuelo de aquel agua mientras era
engullida, mientras el sumidero succionaba mis lágrimas, aprendí
a recordar.
Aprendí a recordar con las piernas abiertas mientras contaba
doce azulejos en el alicatado. Doce anillas sujetaban la cortina
en la ducha. Doce veces el cuco abrió su puerta abajo, en la salita.
Doce veces cantó mis doce años. Doce años cumplí sentada
en un desagüe.
Ese fue mi regalo, recordar. Recordar cómo huelen los cuerpos
cuando se abren en ese instante único.
Recordar ese olor primigenio que se escapa el día que su dueño
abre la puerta por primera vez. Sólo una vez. Y sólo al primer
dueño.
•
HE aprendido a amansar sus estampidas construyendo en
mi cuerpo dos Auroras idénticas.
Amordacé el cristal de sus pezuñas y vendé sus aristas con un
trozo de felpa.
Dividiéndome conseguí confundir su trayectoria, los redobles de
ese tambor que aspira los latidos del eco para tener más ímpetu
en el próximo golpe.
Ahora, entre las dos que soy, ya podemos colocar su discurso
entre las manos e imprimir en su tráquea mis huellas dactilares.
Disfruto viendo cómo convulsionan sus lamentos ahogados.
Cómo sus ojos buscan mis esferas para poner los huevos e incubar
sus retoños de memoria. Ya es inútil.
Vuelve a poner en juego a sus espectros. Pululan por mis límites
con el cuello desnudo. Pero ignoran, que al duplicar mis
manos, es muy fácil tirar de los extremos del nylon que he
anudado en su garganta.
Inician su estampida.
Patalean colgados sobre el aire. No redoblan.
Silencio.
Así la realidad se manifiesta: subproductos, chispazos que iluminan
el vacío.
Separados del cuerpo, los sueños abortados restallan en el aire
como un cable mojado.
•
Fue una piedra.
No yo.
Fueron dos piedras.
El coche quedó abierto.
Él me seguía.
Yo sólo vi que el coche estaba
abierto, los faros encendidos.
Fue una piedra.
No.
Dos.
Fueron dos piedras.
Él me seguía.
Se lo había dicho:
¡Basta!
¡Basta!
Tres veces dije ¡basta! pero quería
mi lengua su aliento a combustible.
Salí del coche. Dije:
-No habrá más.
-Nunca más.
Yo acumulaba fuerzas.
-Es de noche –decíahay
que volver, Aurora.
¡Aurora!
¡Aurora!
Pronunciaba mi nombre con la mano
extendida como si fuese yo quien va
a caerse.
Me seguía.
Miré hacia atrás.
Vi las puertas abiertas, los faros
encendidos.
Una piedra hizo un surco en la
noche, otro en su frente.
No.
Dos.
Fueron dos piedras.
Fue la otra, no yo, la que estaba
esperándolo.
La que abrazó su cráneo por la
espalda cuando cayó con los faros
abiertos, las puertas encendidas.
•
SINTIÓ una mordedura, un estilete, un nudo corredizo estrangulando
el tráfico en su arteria. Abrió mucho los ojos
y la boca. Giró sobre sí mismo en un instante los ciento ochenta
grados que allí necesitaba para verla.
Fue la primera vez en toda su simétrica existencia que la miró
de frente y ni siquiera así le vio los ojos.
Ella continuaba con sus burlas desde su fondo oscuro. Imitaba
los ángulos, las formas de sus desmadejados aspavientos mientras
se iba cerrando la bisagra que desde que nacieron los unía.
Cayó sobre su sombra con su cuerpo pero ella, esta vez, mientras
se hacían idénticos, al desaparecer, le dio la espalda.
•
3 comentarios:
llevo toda la noche despierto, últimamente es costumbre.
dame tu correo, n. (si lo escribes en un comentario en mi blog, no lo publicaré)
no sé: ¿canciones vespertinas de cocorosie o explosiones en las yemas de los dedos? te quiero cerca.
s.
Alejandro es increíble: un excelente poeta y una buenísima persona. Recuerdo el día en que abrí por primera vez "Los círculos concéntricos" y no pude dejar de leerlo hasta el final. Recuerdo también que, apasionada por lo que acababa de leer, te mandé el primer poema del libro ("Traspasar la frontera era muy fácil...")
La presentación... ¡no hay palabras! ¡GRANDE!
Hola Nuria. Por lo que veo he caído -un poco tarde y accidentalmente- en tu blog y he leído tus impresiones sobre la presentación de "Los´círculos..." en Madrid. No sé qué decirte, sin palabras, gracias. Es de las cosas más hermosas que me han dicho. Trato de hacer de cada presentación un hecho único, que vaya un poco más allá de una mera lectura. Eso me da mucha trabajera, pero cuando leo algo como lo que has escrito se me quita toda la tontería.
Gracias otra vez, Nuria. Espero que nos veamos pronto.
Be S.O.S.
Alejandro Céspedes
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