domingo, 28 de octubre de 2007

Felicidad clandestina

Debería estar prohibido no leer a Clarice Lispector. Tarde o temprano una llega a ella. Y cuando esto ocurre, todo se precipita. Sus letras, sus sentencias, sus libros, sobre todo sus libros. Cada uno de sus libros parece decir eso: "Ven, ven pronto. Te espero.
El viernes estuvimos en la fnac, cargué entre los brazos seis libros, uno de ellos, saltó inesperadamente de la estantería cuando por allí pasé y lo sumé a los que ya tenía en las manos. No podía comprar tantos, llevaba algunos títulos de Auster y de Millás. Así que, a medida que me iba acercando a la caja yo le decía a S., ¿cuál me cojo? no puedo con tantos... Mientras mi cabeza decidía, el nombre de Clarice Lispector y su lámpara emergía de entre todos como si tuviera vida. Fui poniendo excusas y excusas descartando el resto hasta que finalmente me llevé exclusivamente el título de La lámpara de Lispector, Cuando lees a Lispector no debes tener ningún otro título entre manos.

Un cuento que se titula Felicidad clandestina, que es delicioso. Que lo disfruten los fieles a Lispector y que se acerque a los desconocidos.


Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diábolico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras.
¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.
Felicidad clandestina de Clarice Lispector

sábado, 13 de octubre de 2007

Homenaje a Frida

La columna rota, 1944
COLUMNA jónica
Que sujetas tendones y pieles
Estos que sostienen un leve cráneo
Que a su vez sujeta ideas claras
Y unas entrañas
Tormentas de cuchillos
Imprimen gritos en tus faldas
El dolor se esconde detrás de tus ojos
Mentras tu mudo cuerpo se desmorona


Lo que vi en el agua, 1938
TÚ que participas en una pena
Dolor grisáceo como el acero
Que ves paisajes perfectos
En una bañera
Escucha bajo las aguas grises
Cómo los vientos
Murmuran en tus huesos mojados
Sonidos de agua



Autorretrato traje terciopelo, 1926
TUS manos con olor a pintura fresca
Buscaron la vida
Mientras del fondo de la tierra
Brotaba y flamaba un fuego divino
Tú, que estremecida de deseos, dolores
Te arrojaste a la hoguera de tu alegre cama
Tú que derramabas gozo en las plantas
Que hacia tí tendían sus débiles brazos
¿Acaso importa que subieras o bajaras?


Nacimiento
TUS cuadros
Son los hijos
Que no tuviste
Los huesos duelen
Siempre hay
Un dolor más profundo



Las dos Fridas, 1939
COLGABAN ángeles negros
Del cielo
Mientras sonreías
En tu ardoroso lecho
Las flores rojas esconden
En tu desparramada falda
Silenciosos gritos
La sangre no hiere tanto
Como los sueños rotos.

miércoles, 10 de octubre de 2007

En otro espacio

Hace unos meses que indago en otro espacio. Es un espacio nuevo y, aunque en un principio pensé que sería un espacio en blanco, poco a poco voy llenándolo de imágenes y palabras donde mi mente me dispara. He descubierto que disfruto mucho escribiendo narrativa en estas tardes plomizas. Para aquellos que no lo sepan, es mi primera experiencia en este campo y después de años y años moviéndome en el vientre de la poesía, el cual siempre ha sido mi rezo, hoy me descubro así y sigo y sigo. Y acepto la custodia de esas letras nuevas. Y voy con esta fe nueva, a cuestas. Mientras, una pantalla vacía me va blindando las respuestas a todas mis preguntas.
-... qué comodidad he descubierto

martes, 9 de octubre de 2007

Música



"La vida sin música es un error"

Oscar Wilde

"La música es la aritmética de los sonidos, como la óptica es la geometría de la luz"
Claude Debussy

lunes, 1 de octubre de 2007

Marga Clark

Descubrí a Marga Clark por casualidad, como la mayoría de las cosas que una descubre que marcarán su vida. Es tan buena fotógrafa como poeta. En ella la imagen equilibra el mundo de las palabras. No tardé en profundizar, siempre hay que profundizar, llegar más y más adentro. Y encontré en su pasado un lirismo que rayaba la locura. La seguiré, sé que me ocurrirá como me ha ocurrido con nombres como Anne Sexton o Clarice Lispector o a tantas otras y otros de los que ya no me he podido zafar
Para todos aquellos que no la conozcan y quieran descubrir algo realmente importante el jueves 4 de octubre a las 19.30 en el Círculo de Bellas Artes presentará su último libro "El olor de tu nombre" junto a Victoria Cirlot.
Un adelanto

Con tus dedos polvorientos rozaste lo indecible.
Extrajiste el ingenio de la arcilla,
la pureza del yeso y la caliza.
Esculpiste en la piedra su cisura
para atisbar en su corte los cimientos.
Tallaste el enigma del lento amanecer.
Robaste al sueño su desvelo
para moldear la transparencia.
Arrancaste del márcol su irisada nobleza
y del herrumbroso fósil la raíz.
Hoy tu rictus es polvo de granito.

www.margaclark.com