domingo, 17 de junio de 2007

De "La voz en tierra"

I
Atravesamos sin sueño la nada del Mundo
Llevando el ajetreo en un extremo de nuestras venas
Pero mientras, la voz se nos va muriendo en tierra


NUESTRAS voces son de tierra
Suaves y alargadas
Son voces que nunca chocan
Contra ningún objeto
Es como si hubieran recorrido
Largos caminos bajo el suelo


II
GERTRUDIS.- ¡Ay! Hamlet, tú despedazas mi corazón.
HAMLET.- Pues apartad de vos aquella porción más dañada, y
vivid con la que resta, más inocente


QUISIMOS el poema palpable y mudo
Como esa fruta redonda
Sin voz y sin palabras
Pero vimos a la vida mirando
Nuestra peor parte
Y pensamos ¡qué materia prima tan extraña!
Quisimos desintegrar el silencio
Taladrar la piedra de la vida
Cavando en su ombligo
Pero entramos hasta su sangre
Haciéndonos cueva viva
Y pensó ¡qué materia prima extraña!

* Nuria Ruiz de Viñaspre. La voz en tierra

martes, 12 de junio de 2007

Las manos


A veces miro mis manos, e imagino cómo se mueven ligeras a veces sobre un teclado yotras sobre páginas blancas. A veces miro mis manos. Están desnudas pero ellas no se detienen ante mi mirada. Nunca tienen frío a pesar de estar siempre frías. Son descaradas cuando las miro trabajar, es como si no estuvieran ligadas a mi puño y por tanto no les llegara la sangre, supongo que por eso están tan frías, quién sabe. A veces pienso que tienen independencia y plena autonomía. Escriben lo que les place sin pedir permiso a la mente que las rige allá, un poco más arriba. Mis manos rigen mis ideas y debiera de ser al revés. A veces también miro los dedos de mis manos, me llama tanto la atención los dedos de las manos y de los pies, más independientes de todo si cabe... En algunas épocas, me cuesta no morder las uñas de mis manos, supongo que para dejar claro a estas ácratas unidas a mis puños que es mi mente quien las envía ideas, no ellas, elijo una y un incisivo la destroza casi sin darme yo cuenta, pero ellas me devuelven otra mano arrebatadora de dolor. Pero entonces llega ella, y el tiempo es otro. Ya no miro mis manos, miro las suyas sólo cuando se despista y me cuenta apasionada lo que sus manos crearon en el trabajo. Me gusta cómo se mueven, no necesitan palabras. Y aún así, las palabras son un maravilloso apoyo cuando van sonando mientras ellas van moviéndose. Sus manos son recortadas y esstán cubiertas de una piel elástica, que a veces quiebra pero es piel rosada como una flor en equilibrio. Sus manos reposan silenciosas encima de todas las cosas, incluida yo. Y conviven por tanto en contraposición con mis manos, esbozadas, solitarias, como trazos lanzados hacia delante o hacia atrás, descuidadas y rápidas en dirección a un pincel mojado en tinta negra y a veces triste, siempre amenazando con dejarlas al aire...

La profundidad que hay en la sencillez

Un compañero de trabajo me ha regalado una bici. Es una BH Bolero de paseo. Fíjate que ese mismo modelo llenó la infancia de aquellos pequeños chavales de Verano Azul. Azul. Sí, ella es antigua como Electra pero no es azul. Es amarilla como los girasoles. Y el amarillo le sienta tan bien como a Electra el luto. Sus radios me dicen lo mucho que han rodado ya. Sus pedales, desgastados por unos pies que le son ahora ajenos, me incitan a cogerla para devolverle la vida que había perdido en algún rincón tranquilo, tan quita, tan sola. Su manillar es tan llano como llano es el camino de la vida. Ahora está quieta pero tan llena de dirección... Ayer durmió unas horas en el jardín pero no tardamos en meterla en casa. Para eso, para que no durmiera más sola. Para que no se ahogara en el rocío de estas mañanas. Y ahora, yo no puedo dejar de mirarla. Y pienso en los lugares inhóspitos y desconocidos que recorrió antaño. Pienso en las ideas de quien la montaba en aquel pasado igual de amarillo. Un pasado donde su sencillez la hacía regia. Pero el tiempo pasa y el mundo entero ha evolucionado menos ella. Ahora ella no tiene marchas, nunca las tuvo, ahora sólo tiene un corazón. Un latido en cada pedaleo. Es, por ello, sencilla como la vida pero hermosa como ésta misma. La sencillez, por tanto, es su secreto. Y su color sencillo y bondadoso otro secreto. Y hay tanta profundidad en la sencillez...

sábado, 9 de junio de 2007

De Rilke a Kappus

París, a 7 de febrero de 1903

Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien -ya que me permite darle consejo- he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?". Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Si debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese apremiante impulso. Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor, rehuya. Al principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura, para poder dar de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados. Por esto, líbrese de los motivos de índole general. Recurra a los que cada día le ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que le rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo.
Si su diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni háy tampoco lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella. Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá como su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia dentro. si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida.

* Extracto de Cartas a un joven poeta"

martes, 5 de junio de 2007


El domingo 3 de junio estuvimos de comunión en Valencia. Ese mismo día y hace 28 años yo también la hice. Sólo que esta vez lo celebramos en un hotel junto a la dársena del puerto de Valencia. En esa misma velada subimos de excursión a la azotea donde descansaba arriconado un jacuzzi rodeado de hamacas de madera oscura forradas de un blanco perfecto y con la techumbre de un cielo azul roto. Hizo un día maravillloso. Desde esa terraza en la parte más elevada del edificio había unas fantásticas vistas de las extensas playas de arena y del puerto de Valencia y, cómo no, del campo de regatas de la america’s cup o como se diga. El restaurante estaba especializado en cocina mediterránea de autor, la luminosidad del edificio donde se ubicaba ese hotel con nombre de mar, Neptuno, contrastaba con la luz de ese mismo mar, así de cerca. El ambiente era eminentemente blanco, tonos claros en el blanco roto del vestido y en el propio nombre de la niña, Alba, tonos que se escapaban por unos amplios ventanales y que hacían de la tarde una tonalidad suave. Pasamos la velada en una terraza también blanca recayente al paso marítimo y dotada de unos sofás y enormes cojines, la tierra a nuestros pies era un suelo de madera que producía inolvidables músicas al pisarlos y rodeadas de un cristal retráctil cuya única vista era el mar intensamente azul y unas paredes que iban del ocre al tostado. La imagen era preciosa. Y luego, el restaurante. Parecía casi un pecado empezar a comer esos platos que eran como cuadros recién pintados sin sacarles antes una instantánea que perdurara en nuestra mente tanto o más que en nuestro estómago. Un poco más tarde salíamos para Madrid. En fin, una día radiante…